No molestar, creando

Del viaje y los viajeros

Es de público conocimiento que el precedente del viaje moderno se halla entre los siglos XVIII y XIX en el llamado Grand Tour, impulsado por la alta sociedad inglesa por motivos que, oficialmente de corte educativo y artístico, constituían más bien un conato de experimentación o ser-en-el-mundo antes del definitivo salto a la madurez. Un Erasmus por lo alto si se me permite, en el que, en palabras de Víctor Hugo, «nacer y morir a cada instante».
A pesar del dominio del turismo masivo actual, todavía es posible asumir la idea de viaje. Incluso, móvil en mano y sin la feliz brújula del mapa. Para ello, es esencial documentarse sobre el destino elegido, y particularmente, no tener prisa alguna. La tarde en un café observando el comportamiento de los lugareños, tomando el pulso a la ciudad apostado en una plaza, puede ser más rentable para los sentidos que la visita apresurada a cinco museos. Y es que, si decidimos agarrar maletas, hasta en los no-lugares de Augé hallaremos la sorpresa: la visita a una comisaría en Sri Lanka, el cartel de un cuarto de baño en el aeropuerto de Estambul, la conversación en un black cab por los murales de Belfast… Sin duda, no les falta razón a los que advierten del viajar como rasgo nocivo para la consolidación de su cerrada mente. Personalmente, prefiero seguir a Goethe en su Epigramme: «Si quieres ser mejor que nosotros, amigo mío, viaja».
En cualquier caso, nada supera al día a día, la madre de las aventuras. A menudo sin sombrero y látigo, pero siempre con los ojos bien abiertos. Siguiendo a Robert Louis Stevenson en el primer día de una excursión a pie, cuando se acumulan las calamidades, se trata de pasarnos los tirantes de la mochila por los hombros y olvidar el sopor que nos embriaga. Simple y a la par complejo. Como la vida misma.

Álvaro Campos Suárez