No molestar, creando

Jardines del yo

Los jardines han sido apreciados a lo largo de los siglos como espacios imprescindibles en los que encontrar y encontrarse. También, como lugares de formación dispar y sedes de las escuelas de pensamiento de los principales intelectuales del momento. Cuenta Santiago Beruete en “Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines” (Turner), que éstos «expresan mejor que otras manifestaciones culturales las inquietudes filosóficas de cada época», y cita en su discurso los parques del Akademos platónico y el Liceo aristotélico o el célebre jardín de Epicuro, donde las mujeres eran tratadas en igualdad con los hombres.

Concebido como una «biografía botánica», en “El jardín perdido”, de Jorn de Précy (un rescate afortunado de la siempre interesante editorial Elba), donde se efectúan recuentos de visitas a jardines queridos por el autor y al suyo propio, destaca su descripción de los mismos como sitios abandonados paradójicamente por la intervención humana; esto es, por la pérdida de su esencia salvaje ante las exigencias de la urbanización y el bienestar burgués. Destinados al mero esparcimiento secular, para Précy resulta imposible compararlos con los imponentes jardines del pasado, que contaban con un genius loci o dios menor protector con el que antaño dialogaban.

Pero el verdadero «king of gardens», con el permiso de los Jardines Colgantes de Babilonia (en una reciente investigación, atribuídos a Senaquerib, 100 años anterior a Nabucodonosor, y ubicados más bien en la ciudad de Nínive o «Nueva Babilonia» tras la conquista asiria), resulta a mi gusto el borgiano. En “El jardín de senderos que se bifurcan” (cuento integrado con posterioridad en el célebre libro “Ficciones”) caben todos los tiempos, cada posibilidad, cualquier mundo. Sin regar el verde, rega(la)mos nuestro ingenio.