Nº 10 – “Álvaro Campos Suárez: El corazón votivo” – Antonio Moreno Ayora (estudio crítico)
La primera noticia crítica de la existencia de un nuevo, y jovencísimo, poeta andaluz la dábamos en octubre de 2013 al referirnos a su plaquette titulada “trENes“ (Detorres editores, 2013) que en realidad constituía su presentación ante la comunidad lírica. Entre ella y el que hoy es un poemario ya consolidado, definitivo (aquellos poemas iniciáticos se incorporan ahora al nuevo texto) y de consciente estructuración argumental titulado “Buda en el Bolshói” (Sevilla, Ediciones En Huida, 2014) median escasamente tres meses, tras los cuales el lector no debiera dudar de tener ante sí lo que puede calificarse como impulso germinal de un poeta que promete y cree en la poesía, de lo que sin duda ofrece ya en estas páginas pruebas suficientes: original vertebración de los poemas, apoyos literarios de calidad (J. R. Jiménez, Bacon, Novalis, Lübke…), contención emotiva y anhelos de expresividad novedosa. No en vano Marcos-Ricardo Barnatán acaba de decir también de él que es “Una voz muy personal, desconcertante. Álvaro Campos nos promete un cambio de lenguaje poético”.
Sobre esa citada estructuración o vertebración argumental hay que decir que se basa —según el autor explica en una nota previa atribuida por recurso literario a Fernando de Pessoa— en la información de que el protagonista lírico ha tenido una supuesta existencia real (ha estado prisionero en una cárcel de Irak), unas experiencias intelectuales que lo han marcado (ha sido profesor de Estética en tiempos precedentes) y unas vivencias sentimentales igualmente determinantes (el recuerdo del ser amado que en los momentos de presidio opera con una hiriente emotividad). Es este marco afectivo-temporal el que proporciona al poemario una concepción unitaria que debe servir para explicarlo, al margen también de que el lector pueda verlo fragmentariamente como un libro-colección de poemas en el que cada pieza se sostiene por sí misma y aporta un valor lírico inherente a su contenido. A esto último, pero sin olvidar tampoco la ordenación lógica de conjunto, nos aprestamos al escribir los comentarios críticos que siguen.
La primera composición pretende esbozar una ambientación cósmica en la que el protagonista se integra como elemento pensante que le presta diversidad y consciencia en esa cárcel real aludida. Los versos, preferentemente cortos y ágiles (alrededor de las ocho o diez sílabas) aluden al poder del tiempo que nivela la vida a gran escala —“el tempo de Crono, / implacable como el viento suave”—, cuyas dimensiones se borran en un continuum que parece absorberlo todo y reduce los personajes a meros espectadores que apenas pueden encauzar sus sentimientos, pues estos también son parte del engranaje del universo en el que aparecen “hombre y nube evaporados”. Este aparece descrito en una cosmogonía donde lo humano lucha por sobresalir, por endiosarse a pesar de tener reconocida su impotencia ante las circunstancias y ante el transcurrir implacable de leyes ya prefijadas en su inmutable operatividad: “No entiendes la bajeza / de los seres de barro”. Frente a ella, esa insignificancia de lo humano que se menciona en “Nuestro amor no era parte”, tiende a señalarse y potenciarse en una pretensión inútil de llegar a ser elemento igualmente decisivo: “El equilibrio es / la rapsodia del hombre / desde que holló tierra”. La desesperanza, en ese contexto de felicidad cercenada, acaba imponiéndose y de ella derivará un sentimiento de frustración, de impotencia renovada, de nulidad, motivos que justifican sin duda el título unitario de esta primera parte del libro, “Luto”.
El escenario, pues, hasta ahora descrito refleja la insolvencia del hombre, su incapacidad de permanecer ante lo absoluto, el convencimiento de que su destino es mantener una lucha continua, a sabiendas de que al final debe reconocer que es “todo luz y sombra”. Por lo demás, el factor disonante en la imposible ruptura del equilibrio nulidad-grandiosidad preestablecido va a ser el amor, aquí definido como aquello que “siempre será”. Es en este contexto donde adquieren valor todas las referencias al tú hasta ahora explícitas: “contemplándote”, “tú te atreviste”, e incluso las menciones plenas de los dos enamorados, aludidas en “Nuestro amor no era parte”, “Nuestras tablas del amor”, algo que entronca con el poema inicial de introducción donde se precisa: “Tú y yo, en el escenario”. El amor es emotividad que hace más llevadero el sino que ensombrece la inoperancia cotidiana, aunque es también una irrealidad en la sombra del presidiario, pues es pura evocación. Mientras el mundo transcurre impasible, la vida, las anécdotas y episodios -véase los poemas “Pura dinamita” o “Rojo sobre rojo”- no servirán para cambiar ese destino, pero acaso, en su amplia evocación, podrán acaso hacerlo ligeramente más llevadero.
Con cierta agilidad, más concreción y detallismo se muestra el pensamiento en la siguiente sección, “Aprendizaje”, por descender a escenas aparentemente cotidianas en las que la emoción, siempre contenida, brota con asiduidad y recala de nuevo en el amor, en el recuerdo (“Ahora, es tu inexistencia, / y siempre, volver a ti”), en los sueños e incluso en las mejores intenciones: “Bailar, a tres bandas. / Ética, luz. / Perdón”. Junto a esta temática, diríase que emotiva, se perfilan otros poemas (“La simetría del capital” y “Amanece en Addis Ababa”) en que asoma o repunta un interés mítico-legendario al que se vinculan versos como “Así lo recogen las Crónicas. / Así lo leyó Nietzsche”.
El poeta, que en “Yazgo en la encrucijada” claramente viene a decirnos que ha tomado la decisión de señalar su presencia en el mundo (“La palabra / vale más que el hombre”), practica un modo nuevo de expresión en ese siguiente apartado que es “Ascenso”, donde la simbología lleva a ideas como la libertad, la fuerza del amor —recreada en varios pasajes—, el poder de la mirada (“No anhela compañía / mayor que sus ojos”), la sincera emotividad, la identificación con la naturaleza, el momento de felicidad o la alegría de vivir y la magia del instante evocado: “Luz brillante y cegadora. / Campos eternos”. Creemos que este, tan reconcentrado y esencial, es el apartado más conseguido del poemario y el que mayor complicidad creará con el lector.
Casi como un asceta —término, por cierto, en relación con versos como “en ejercicios de paz / y abadías de silencio”— se describe a veces el protagonista, que en su aislamiento interior y exterior confiesa buscar su ascenso por la interioridad y la belleza del mundo (“La vista, infinita, / extasía”), y en esa tesitura de contemplación o ensimismamiento lírico se dispone a hablar de su “Iluminación”, descrita en los once poemas restantes que concluyen el libro y que ahora, en esta última entrega, se introducen con uno donde la emoción del recuerdo purifica la soledad, que en otros momentos puede convertirse en impotencia, exasperación o en búsqueda de un universo espiritual desconocido pero siempre soñado. Y es esa ensoñación, esa irrealidad anhelada, como un acercarse a territorios espirituales entrevistos o dibujados mediante menciones del tipo “vacío”, “noche”, “sombra”, a través de las cuales el poeta está atento a su llegada, a su manifestación o interioridad mental. Es posible que lo que se espera pueda constituir precisamente la mayor iluminación y que con solo tres versos, ¡síntesis de poema!, pueda por ello narrarse en su virtualidad: “Será en el reflejo de la noche / donde tú te pronuncies. / Mientras te espero”. Pero debe advertirse que el camino hacia el Nirvana no debe entenderse ni unidireccionalmente (pues no hay una progresión estricta hacia una mayor iluminación desde la oscuridad del luto) ni unívocamente (ya que la polisemia que encierra la obra indica que todo en la vida es parcial, fragmentario y que vida y muerte pueden ser conceptos intercambiables).
En muchos episodios de la poesía de Campos Suárez se adopta un tono narrativo que predomina sobre el emotivo, reducido a menudo a una sola mención del yo en la temática del poema. Incluso ocurre también que tal inclusión trueca la primera por la tercera persona para referirse al poeta, al escritor que atiende a su palabra: “Y en las cortes palaciegas / de las letras, al Creador esperan / alegres criaturas”. Y en esta línea, la creación —”El autor medita, / transmutado en personaje”— llega a ser motivo central de algunos poemas, sobre todo de los últimos, en donde el hombre, el amor, la materia y el mito se funden en un abrazo para exaltar la creatividad y la emoción de lo lírico, algo que sin duda se advierte en el libro mediante las continuas citas de los escritores consagrados ya aludidos. Así, el poema de cierre, sin título siquiera, “Empieza a clarear” parece una velada recreación del sueño de la vida calderoniano: “El teatro torna blanco y puro”. Como si todo lo vivido y expresado en los versos fuera fruto de una experiencia onírica en la que se funden fantasía y realidad y quedan, ambas, rodeadas por la muerte a la que se simboliza en el poema central “Buda en el Boshói” —eje o referencia de todo el poemario— de diversas maneras: “viene la flaca”, “con la blanca hirsuta”, “esquivar a Laquesis”, “bella muerte”. En consecuencia, el verso “¡Busca el disfraz / de la muerte en vida!” reclama una evasión, un respiro, un engaño para olvidar el infeliz paso del hombre por la vida, igualada así al lugar en que se hallan “… los pazos tristes / donde yace el Dolor”. Hay, por otra parte, conceptos líricos que no pueden obviarse en el poemario: así, la importancia del silencio del texto, qué se cuenta y qué no, el contrapeso de los tiempos (tiempo cósmico o divino, el tiempo del presidio del profesor y el tiempo líquido de la posmodernidad…) y a su vez la simbología de los espacios: “real” y de ficción (o si se prefiere, doblemente ficcionados, pues no debe olvidarse que “Buda” se construye bajo la fórmula del “libro dentro del libro”).
Reconcentrados, breves, ágiles, buscando la esencialidad del concepto y la síntesis de la expresión, estos poemas con que Álvaro Campos Suárez se da a conocer con amplitud —su anterior plaquette “trENes” fue de menor difusión— lo muestran como un poeta con evidente bagaje literario, con voz inconfundible y nueva —y por ello sin duda un valor con futuro—, de trabajado léxico (claramente culto en ocasiones) y con un mensaje comprensible a pesar de ese indudable hermetismo que a veces lo vela. Su poesía, que él reconoce asediada por la nada y la muerte, es un paso dado con individualidad y firmeza en pos del disfrute de un mundo grandioso y los secretos que aloja: “Brindemos por ser quienes somos, / miserables más humanos”. Seguramente él piensa que lo que es utópica conquista de la belleza debe ser también entendida no solo como medio sino como principio y fin en su entendimiento de la poesía como experiencia plástica y no únicamente literaria.
(Fuente: El Toro Celeste)