El libro de los seres imaginarios (J. L. Borges)
Advierte el genial escritor argentino en el prólogo de la edición de Bruguera, fechado en 1967, que la obra, firmada con la colaboración de Margarita Guerrero, debe ser entendida como un prontuario de los «extraños entes que ha engendrado […] la fantasía de los hombres». Un espacio que, como la “Rayuela” de Cortázar -publicada sólo cuatro años antes-, alberga la posibilidad sugerida de ser visitado a impulsos, no con ánimo de linealidad sino más bien enciclopédico. Hasta el punto de ofrecer a sus fieles la posibilidad de sumarse a la tarea, enviando a los autores las descripciones de «monstruos locales» con el objetivo de ampliar ad infinitum el presente trabajo.
Diseñado en más de cien pasajes por los que transitan los animales soñados por Franz Kafka, C. S. Lewis y Edgar Allan Poe, o los ángeles y demonios de Emanuel Swedenborg, el bestiario personal de Borges y Guerrero trasciende las fronteras del mundo real para abrazar las fabulaciones de la mente humana –desde las más amables; gnomos, ninfas, salamandras y silfos (los cuatro espíritus elementales en la obra de Paracelso), hasta las más temibles; talos, nornas o arpías-.
Un crisol multiforme de criaturas, deudor de su anterior y más reducido “Manual de zoología fantástica” (1957), emanado del ingenio laberíntico del bonaerense, que llegó a contar a su compatriota, el poeta y ensayista Osvaldo Ferrari, una curiosa anécdota: a preguntas de un viandante acerca de si alguna vez había visto el Aleph -recuerden, «uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos»-, responde que bastaba para ello con un número y una calle cualquiera, lo que provoca el súbito desdén de su enojado interlocutor, que hace al propio Borges reconocerse como <<un embustero, un mero literato>>.
O, quién sabe, como otro ser imaginario.