Grunwalski
Paul Auster, en la ceremonia de entrega del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006, señalaba: «el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista». El escritor de origen judío, sin perjuicio de subrayar la utilidad de lo inane como manifestación de la “dignitas hominis” -vinculándose a una línea histórica que, en nuestro país, tiene al Quijote como principal exponente literario-, recurría a ejemplos extremos como el del alimento al «niño hambriento» en aras de ilustrar lo fútil de los tributos a Minerva en comparación con las acciones en el «mundo real». ¿Por qué esta distinción?
En una inolvidable secuencia de la película “La Haine”, de Mathieu Kassovitz –cuyo legado en su 20º aniversario continúa plenamente vigente-, los protagonistas discuten en unos baños sobre las represalias a tomar en caso de que muera un amigo común herido de gravedad por la policía cuando, de repente, un anciano entra en escena y empieza a contar la historia de un antiguo compañero polaco, que tras aprovechar la parada del tren que los transportaba a ambos hacia un gulag en Siberia para hacer sus necesidades, no puede volver al mismo ya que cada vez que se acerca e intenta coger la mano del que relata para subir, se le caen los pantalones y él opta siempre por agarrárselos, muriendo finalmente del frío de la estepa. Ojalá, algún día, aprendamos de Grunwalski para no caer más por orgullo –sea o no de artista- en la intemperie de no sabernos iguales; fotógrafos, camareros, escultores o todo a un tiempo.
Afirmaba también el de Newark: «Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos». Y yo me pregunto de nuevo: ¿es que no trata de eso, la vida?