Hojas de otoño
Del verde clorofila al rojo caroteno. El paisaje, cambiante de color y de costumbres, decide su demora y se refleja en el espejo del alma, vestida o en costuras. Tiempo de acción y reflexión, pausa y vida. Como la misma estación, que intercala sol y nube. Regresar a la pareja o «volver» con Gardel. «El desamparo no tiene las manos juntas / Sino el pecho dividido», canta el portugués Daniel Faria en su poema “Explicación de la cura”.
De los árboles a los libros. Septiembre y la rentrée, y en octubre, la Feria de Frankfurt. Miles de manuscritos en busca de ávidos compradores. Editores antes que lectores, mercancía más allá del sentimiento. Literario, por supuesto. Royalties a millones a best sellers cuando en casa, escritores de cuna y flexo mendigan su anticipo (salve, Carmen Balcells). Nada nuevo en este mundo que prima las finanzas y desprecia la cultura. Ya nos lo avisaba Philip Massinger: «Gold can do much / but beauty more».
La mirada dulce y meláncolica del que observa y no es mirado. Un globo en las alturas, sin embargo, me divisa. Quizá de una niña, que lo ascendió de súbito a vigía. Sonrío mientras ando, lentamente, pisando las hojas de esta alameda por fortuna solitaria. Escucho el crujir mullido, que en modo extraño reconforta. Siempre ha sido así. El olfato hace de guía hacia un puesto de castañas. Luego, entro en mi tienda favorita y me quito el abrigo. Nunca hace frío en compañía de un buen libro.
Fechas de amor. Otoño, la estación «romántica» por excelencia. Tal que la eterna Venecia, ahora infestada de turistas. Una desgracia. Pero no todo está perdido. Y es que, en realidad, cada uno de nosotros albergamos una ciudad propia en corazón. Como señaló el Premio Nobel malagueño, Jacinto Benavente: «El verdadero amor dice siempre verdad». Hagámosle caso.
Álvaro Campos Suárez