La belleza de lo terrible
Rainer Maria Rilke, en la primera de sus imprescindibles “Elegías de Duino”, canta que «todo ángel es terrible», señalando con gran maestría la posibilidad de la conjunción de la belleza y el espanto en una misma experiencia estética; el encuentro con un espíritu que el de Praga, sin embargo, mostrará humanizado. Obsesionado por el estudio de las cabezas a lo largo de su carrera como escultor y dibujante, Alberto Giacometti llegará a afirmar que lo que diferencia a los vivos de los muertos es la mirada. Una perspectiva de la visión del hombre muy alejada del hieratismo clásico en las esculturas representativas de divinidades, y con precedentes de relieve en la óptica renacentista como en la célebre leyenda del «Levántate y anda», que Miguel Ángel habría dirigido hacia su perfecto Moisés invitando a la máxima expresividad -más allá incluso de la propia terribilitá- en la animación de lo inane.
En la obra de Zoran Music, lo bello surgirá como una suerte de ejercicio de objetivación de la tragedia nazi. Especialmente en su serie “No somos los últimos”, comparada en ocasiones con los grabados de los “Desastres de la guerra” de Francisco de Goya -no en vano, conocía la obra del maño y visitó frecuentemente el Museo del Prado durante su estancia española-, el esloveno hallará luz entre las sombras pintando los cadáveres ya esbozados durante su período como interno en el campo de concentración de Dachau. Registro del dolor -no horror- que emociona (Semprún), la empresa sumará aquí a la vida propia, la supervivencia, el retrato de la muerte ajena. Una auténtica lucha contra el olvido: dotar de hálito humano, no a quien no le corresponde por su propia naturaleza celeste -Rilke- o material -Giacometti-, sino al que, cosificado como simple pieza (Stück), se vio desprovisto de aquél.