Libros, libros…
Abrir un libro es sumergirse en varios mundos a la vez. Inspirar el aroma de sus hojas como si de las del mejor tabaco holandés o de Virginia se tratare, palpar las páginas tanteando su singular grosor y textura de romances, hojearlos en busca de relatos con los que recogerse ante el frío invierno que acecha –ya fuere de estación o de vida- y, finalmente, hincar los ojos y dejarse llevar de la mano por viles asesinos, reyes y malditos.
Hace unos años, adquirí la costumbre de disponer algunos ejemplares de mi biblioteca en las estanterías del mismo modo que los afanosos libreros distribuyen novedades en sus templos de guardas y cosidos. En vertical, al borde de los anaqueles, para que me sorprendan en los paseos que suelo iniciar cada tarde en el salón, y que inevitablemente culmino a su vera. Allí, de vuelta niño por unos instantes, altero su orden tal como hacía con mis juguetes más preciados. Son mi compañía, y sospecho que, de algún modo, también yo soy la suya. Nos cuidamos mutuamente: subido a sus lomos, soplo el polvo de fantasía de sus cubiertas y vuelo al encuentro de Sherezade.
He crecido junto a los libros, e imagino que moriré con ellos. Quién sabe. En cualquier caso, me alegra saber que este gusto es compartido por miles –millones- de letraheridos en un tiempo que hace zozobrar los cimientos del negro sobre blanco. Partituras de rosas o dragones con los que defenderse de un planeta loco y despiadado y así, con el breve gesto de un pasar de página, rebelarse contra éste y volver de nuevo a Camelot, lanza en justa.
Para mí, un libro es de papel e imprenta (siendo preferibles las antiguas, pues la veteranía les hace adquirir historias invisibles que plasman en los pliegos, atrapando sin error hasta al lector más avezado). Pero eso, creo, ya lo sospechaban, ¿no?