Refugia(n)do(no)s
Levantamiento de muros de la vergüenza, confiscación de bienes muebles y artículos de primera necesidad, auge de movimientos racistas y xenófobos, controles fronterizos y suspensión de la libre circulación que consagró Schengen. A febrero de 2016, estas y otras son las consecuencias del European Dream, tan elogiado en lustros anteriores (Jeremy Rifkin, Mark Leonard), que más bien torna en pesadilla ante las oleadas de refugiados que buscan huir de las guerras en sus países de origen. Rostros que denuncian el asesinato indiscriminado de inocentes y la devastación de casas y negocios (¡ciudades!); padres e hijos a los que se les impide escapar del horror.
La Europa ingrata se resiste a facilitar el asentamiento masivo de sus nuevos habitantes, incluso aunque circunstancias económicas lo aconsejen: se calcula que su acogida provocaría un inmediato aumento de más de una décima –y en 2020, de hasta un punto- del PIB comunitario (ese horrible indicador, tan lejos del FIB del Reino de Bután que mide la felicidad de sus residentes). Pero el Viejo Continente -y más concretamente, Bruselas- se enreda en una maraña de excusas que mezcla en avieso la normativa antiterrorista con la de inmigración, la de los derechos de la mujer y el hombre o la simplemente humanitaria. Ya lo advirtió el Nobel Coetzee en sus novelas o, más recientemente, el búlgaro Todórov: «el miedo a los bárbaros nos puede convertir en bárbaros».
Los españoles, con Franco, también huimos de la persecución: se calcula en 200.000 el número de personas en exilio permanente por la Guerra Civil. Algo parecido puede aplicarse a la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler o la Rumanía de Ceaucescu; y sin embargo, continúa latente la misma duda: Liberté, egalité… ¿fraternité? Así seguimos, refugiados de nosotros mismos.