Rumbo a Cuzco
Hoy es 22 de agosto de 2018, y una mañana como cualquier otra en el Perú. Tras desayunar en el hotel, hemos embarcado nuevamente en autobús. Dejamos Puno, «la ciudad de la plata» a orillas del Titikaka (que antaño cubría una amplia zona del Altiplano), áquella de la que escapaba el pueblo de los uros hacia sus islas flotantes del lago para evitar trabajar en las minas, explotadas por los conquistadores españoles. Más tarde, nos adentramos en Juliaca, en la provincia de San Román, ampliamente conocida por su informalidad y corruptelas. De reciente expansión y en la que faenan cada día medio millón de personas, su filosofía se resume en una frase: «si no tienes empleo, créalo». Los peruanos son muy trabajadores, impulsados desde primera hora por sus zumos de quinoa y kiwicha (dos de los veinticuatro productos elegidos por la NASA para alimentar a los astronautas). A las afueras, diviso un cartel de propaganda para las próximas elecciones: «Moisés al Congreso». No puedo evitar sonreír. El paisaje se asemeja ahora al Far West, algo lógico si recordamos que las Montañas Rocosas son la continuación de los Andes; pleno de magentas y visiones pétreas, y a ratos poblado de vacas, burros, caballos, ovejas y camélidos. También flamencos (parihuanas) en vuelo, que inspiraron la bandera nacional. El contraste con el cielo es prodigioso. Luego de hacer parada en Pukará, proveedora del mejor café, llegamos a Santa Rosa, y los nevados parecen aproximarse para recibirnos. Hollamos el punto más elevado de la jornada, el Kunurana Alto (4.335 m.), y Roli nos ofrece agua florida, alcohol con esencias, para no marearnos. Vuelven las terrazas a las laderas. Ahora hemos cruzado La Raya y sentimos el fragante aroma del Tahuantinsuyo. Cosco, la capital del imperio incaico, nos espera.