Sobre(vivir)
«Pirrón el filósofo, hallándose en un barco en día de tempestad, mostraba a los que veía más atemorizados alrededor suya, para animarlos, el ejemplo de un cerdito totalmente despreocupado por la borrasca». Señala Montaigne que los hombres se atormentan -nunca mejor dicho- por el concepto que tienen de las cosas, no por éstas en sí (Les Essais, cap. XIV). Sin duda, un análisis marciano de las conversaciones en metros y aceras concluiría que son numerosos los males que acechan al humano contemporáneo en su quehacer cotidiano. Resultado que, no obstante, sería expresión de la propia convivencia en las urbes: zombis absortos en la rueda del lamento o de la queja (siempre más y mejor que «el otro»).
En este mundo de traiciones y matanzas desde la noche de los tiempos, añadir dolor de manera fútil -y lo que es peor, a nosotros mismos- no parece la decisión sensata. Aunque cierto es también, por otra parte, que son pocos los que todavía se detienen a mirar a los árboles. Menos aún, los que leen sus maderas en la celulosa de libros y revistas culturales. O los que invierten su tiempo en la fraternité de escuchar al prójimo sin necesidad de imponerse en el diálogo. ¿Hacia dónde vamos?
La vida es, sí, ejercicio de supervivencia, pero en nuestro tránsito del existir también habita la amistad, la luz, la alegría. Cultivar los valores y principios cívicos no debería ser materia exclusiva de debate entre partidos políticos para la didáctica en institutos y colegios, sino práctica habitual en la oportunidad de abrazar una vida más embellecida, comulgada con las siete artes o el café en las plazas olvidadas.
Schopenhauer, quizá el pesimista irredento por antonomasia, lo escribía así hace dos siglos: «el amor es la compensación de la muerte». Un amor poliédrico que sirve al mar como al animal herido; varón, mujer o gato.